martes, 25 de agosto de 2009

La náusea a blanco y negro

Jairo Andrade

Era martes. La foto bajo el titular ni siquiera dejaba intuirlo pero estaba ahí, encubierto por la trama de puntos blancos y negros impresa sobre papel periódico. Suspendido en otro mundo, de cara al piso entre los anaqueles de la hemeroteca pública.
Una mano arrugada ahora lograba interrumpir esa —cómo decirlo con anestesia, ¿tal vez hibernación?— astuta modorra que lo sostuvo durante las décadas detenidas por dos argollas y dos ganchos. Ya casi incluso había olvidado la totalidad de su extensión, la arquitectura dócil de su cuerpo. Despertado por el pulso inestable del viejo, al ejemplar le bastó el crujido de su primera plana para volver a ser esa versión del 24 de julio de 1973, cuando olía a tinta fresca y los guantes de una referencista buscaban, antes de la perforadora y los ganchos, la misma página a la que ahora llegaba el viejo con su lupa.
En el límite del círculo deformado por el aumento, las letras se contraían y rehilaban en arabescos:

(...) la conflagración del edificio de Avianca deja hasta el momento un saldo de 57 muertos y 74 heridos (...)

Pero era la foto lo que importaba. El vistazo a través del ojo humano y el círculo de la lente le produjo un falso pánico, como si mirar desde afuera sobre sí mismo le revelara los restos imposibles de una razón y una memoria. El siguiente fulgor retorció aun más esa espiral: la posibilidad de hacer parte del juego y alterarlo desde adentro, tal como lo haría el viejo al anudarse una corbata nueva o al mirarse en el espejo y comprobar que era él y no otro; como el instante en el que a alguien se le ocurre una mentira.
Metido de lleno en su papel, el ejemplar consideró una general de la foto que estaba mostrándole a aquel viejo inocente absorto en su lupa. El edificio en llamas, visto desde la iglesia de San Francisco, parecía un niño rico alto y arrogante vestido de fuego y perfumado por grandes nubes negras de humo. Incipientes máquinas y bomberos luchaban en vano contra el aliento furioso de las llamas. La policía pastoreaba indiferente al rebaño y las ovejas tenían cara de acontecimiento, como si su felicidad estuviera atrapada dentro del edificio.
Algunas siluetas borrosas pasaban corriendo la séptima, sosteniendo con una mano sus sombreros. "Yo le pondría una señora persignándose al fondo, mientras recoge con la izquierda su cartera", pensó el ejemplar, saludando su nuevo reino.
Entonces regresó al viejo, como el científico vuelve al ratón de laboratorio, para verificar que los titulares implantados por la otra gran rotativa siguieran ahí, rigiendo el destino de su ratón de hemeroteca. No había queja: en perfecta complicidad con la lupa, el entrecejo fruncido y la respiración excitada, el viejo revisaba poro a poro la piel de la foto, tras el rastro de una presa inadmisible.
Primero encontró, sobre la fachada del edificio, el círculo y las diagonales humeantes del tetragrámaton, esa rentable puerta al infierno tan bien aceitada desde la Edad Media para los videojuegos de última generación. Luego, como podemos hacerlo hoy, constató en la placa del edificio el triple seis, machacado a fondo por la iglesia católica y el cine de Hollywood como el número de La Bestia. Y por último, ahogado y con el corazón rompiéndole las costillas —te lo suelto sin anestesia: está sufriendo un definitivo infarto—, el rostro mismo del Enemigo de Dios, retozando en el círculo de la náusea a blanco y negro con una risita fea y deslumbrante, la mueca triunfal de Satán, que es también Lucifer y Belial, el Gran Contorsionista, la Serpiente Inflable de Colores que mata y da vida y viceversa —pero sólo cuando se rasca la espalda los festivos por la tarde—.
Así el ejemplar retocó la trama de puntos blancos y negros como si silbara una canción de memoria, y el viejo, a bordo de su cada vez más vertiginosa lupa, anudó los cabos de una historia que murió con él esa tarde, cuando al fin cayó en los brazos abiertos del ejemplar, mientras la espuma de su agonía arruinaba aún más la foto amarillenta.
Hoy también será martes —no para ti, a salvo frente a esta hoja inofensiva—. La imagen bajo el titular ni siquiera me dejará intuirlo pero sé que estará ahí: encubierto entre la foto y la mancha de baba seca, suspendido en otro mundo, como un virus bien cebado sumido en un letargo paciente, de cara al piso entre los anaqueles de la hemeroteca pública, esperando su siguiente víctima...